Hola a todo el mundo.
En primer lugar, agradecer los comentarios que me he estado encontrando últimamente por aquí, decir que me ha halagado mucho que la gente se moleste en hacerme saber que aprecia mi trabajo y añadir que voy a seguir dando la tabarra, tengo para rato. ^^
En segundo lugar, profundizar en la entrada para que concuerde con el título: "Cuando tus padres se emborrachan". Como siempre, empezaré desde el principio.
El principio en este caso vendrían siendo los orígenes de mi madre, que es alemana, natal de Hamburgo. Cuando conoció a mi padre en España y decidió quedarse con él a vivir aquí, dejando todo atrás, cometió un acto muy valiente, en mi opinión, pero sobra con decir que lleva viviendo en mi pueblo desde hace veinte años ya y que es muy feliz. Sin embargo, es evidente que una parte de ella sigue arraigada a su germano país, por lo que, de vez en cuando, rememora cosas de allí de diversos tipos: recuerdos, anécdotas, lugares, personas, fiestas... Sí, fiestas. En concreto, estoy hablando del Oktoberfest, o Fiesta de la Cerveza, que se celebra en München (Munich) todos los años por estas fechas.
He dicho que mi madre es hamburguesa (qué extraña me siento diciendo esto, pero en fin), aunque eso no quiere decir que no haya ido a Munich, que, por si a alguien le interesa, está en el otro extremo del país. Cuando era joven fue con su familia varias veces, como si algún madrileño viniera a Valencia todos los años por las Fallas, pues igual. Y eso, que se lo pasaba muy bien y que le tenía mucho cariño a la fiesta y que ojalá algún día regresara.
En ésas estaba cuando, de pronto, hará unos cuatro años, mi padre descubrió a través del periódico que había una recreación del Oktoberfest en Calpe, Alicante. Al parecer los guiris de turno habían montado una carpa gigante con mesas donde se dedicaban a repartir cerveza y salchichas durante toda una semana, desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana, que es cuando suele cansarse la gente. Se lo comentó a mi madre sabedor de sus deseos, y ella en seguida le convenció para ir, aunque sólo fuera a echar un vistazo. Total, que fuimos. La primera vez fue más light, primero un poco de turismo por la ciudad, comida tranquila y, finalmente, una ojeada a la carpa. Una ojedada... je, je. Más hubiera querido yo. A las dos de la madrugada volvimos a casa, porque tuvimos que esperar a que le bajara el alcohol a mi padre que, por supuesto, no podía conducir. Lo hizo mi madre, que no había bebido, y que se juró a sí misma que aquello no volvería a pasar. No permitiría que mi padre volviera a beber en el Oktoberfest. Bueno, enfatizo, en realidad no quería permitir que mi padre volviera a beber en el Oktoberfest... solo. ¡Ella también quería! ¿Qué hay de divertido en ir a un Oktoberfest, Fiesta de la Cerveza, y no beber cerveza? ¿Eh? ¡Es como ir de shopping y no comprar nada! ¡Hombre ya!
Conclusión final: a la próxima (porque habría próxima) reservarían habitación en un hotel porque así ambos podrían beber y ninguno tendría que conducir de vuelta a nuestro primitivo poblado a las tantas de la mañana más ebrios que Dionisio, el dios del vino. Y, desde entonces, es una especie de tradición familiar, en la que cada año, por el puente del 9 de octubre (que es fiesta en la Comunidad Valenciana) nos vamos a Calpe a la Fiesta de la Cerveza, que va ganando en cuanto a popularidad y convoy se refiere. A mi hermana y a mí de pequeñas nos hacía más gracia que ahora, pero continuamos aguantando porque el hotel siempre vale la pena y, además, al día siguiente suele haber un paseo por la calle comercial de Calpe, en donde, normalmente, siempre nos cae algo.
Todo este complicado prólogo ayuda al lector a insinuar por dónde van los tiros. Ayer, vamos al grano, fuimos a Calpe a que mis padres le tiraran al "drinki". Yo fui obligada, porque llevaba toda la semana enfadada con ellos y sin hablarles (peleas varias que se dan en mi ámbito diario), pero, de todos modos, no me pude escaquear del acontecimiento y tuve que acudir contra mi voluntad. Lo cual, no me entendáis mal, no significa que fuera contenta de la vida, sino que, más bien, iba dispuesta a complicarlo todo. Que sufrieran igual como estaba haciendo yo (soy buena estratega, se nota, ¿no? ^^u).
A las nueve nos plantamos en la enorme carpa, que ya estaba bastante abarrotada, y, después de encontrar un sitio donde sentarnos, pedimos la cena. Si describo un poco el lugar, para que los que nunca hayan oído hablar de la Fiesta de la Cerveza, diré que se trata de eso: una gran carpa blanca tipo circo, en cuyo interior hay al menos cincuenta largas mesas y el doble de bancos, donde ponen un escenario con gordos tiroleses cantando las canciones típicas de allí a golpe de acordeón y una eficiente barra en un extremo que no para de llenar jarras de cerveza. Y unos treinta camareros rondando por allí. Vamos, un auténtico descontrol.
Yo pedí salichicha, aunque me dejé la mitad por dos razones básicas: 1) Fastidiar a mis padres; 2) No me gustan las salchichas. El pan, eso sí, me lo comí todo, porque si no me hubiera muerto de hambre.
Mi hermana no sé lo que pidió, aunque francamente me trae bastante sin cuidado, y mis padres no pedían otra cosa que cerveza. El camarero que nos tocó a nosotros era argentino y se llamaba Carlos. Carlos, que tenía el pelo más largo que yo y unas entradas hasta el cogote, se portó bastante bien durante toda la noche, sobre todo a final, cuando tenía que soportar los chistes de mi padre.
Y nada, empezó la velada. Había cientos de viejos alemanes bebiendo cerveza y atiborrándose de codillo y "frankfurts" mientras los tiroleses cantaban todo el rato canciones tipo Paquito el Chocolatero, pero en alemán, claro está, y todos se les unían al unísono y levantaban las jarras de medio litro. A mi lado había una mujer rubia, claramente germana, acompañada de un no tan germano acompañante: más bien parecía un chulo de playa vestido con el típico look ibicenco de Julio Iglesias. También se tragaban una jarra tras otra y, conforme iba avanzando la noche, sus entonaciones iban aumentando de tono, de modo que tenía que ir tapándome la oreja izquierda con la mano para no quedarme sorda. Yo estaba todo el tiempo poniendo cara de mala ost** y, la verdad, me lo hubiera podido pasar bien en otras condiciones (véase: con amigas u con mis padres, aunque de buen rollo, cosa que no estaba yo muy en la labor), pero me tuve que conformar con guardar en mi memoria todas las estupideces que hizo mi familia.
Conforme iban pasando las horas, el ambiente iba cambiando: el antes ruidoso grupo de tiroleses pasaba a ser ahora atronador, mientras que las múltiples cervezas consumidas por el personal presente empezaban a notarse. La gente comenzaba a subirse a los bancos y a cantar cada vez más alto, los camareros iban como locos de un lado para otro y había que cubrirse con los periódicos que regalaban allí para que las "frankfurts" asesinas-voladoras que surcaban los aires viciados de la carpa no decidieran aterrizar en tu cabeza. Al mismo tiempo, había que ir con cuidado de no inundarte los zapatos, pues la cerveza formaba diversos riachuelos que abarcaban toda la superfície terrestre de dicha carpa, y más de una vez tuve que levantar las piernas para que no se me mojaran los calcetines. Pero, como en todo, había diferentes puntos de vista. Así como yo era la única que conservaba su sentido de la sensatez en aquel caos verbenero y trataba de salir ilesa de la experiencia, mi hermana-la-víbora, por ejemplo, estaba todo el tiempo más ocupada en beber chupitos a escondidas de mis padres.
Porque mi padre, previsor, había comprado una caja entera de chupitos (había 20) llamados Feiglings (Cobardes). Los chupitos eran de vodka con higo y, la verdad, no están nada mal, pero me parece un poco inhumano que una moza (juajua) de catorce primaveras (juajuajuajua) se tome 5 seguidos, teniendo en cuenta que era la primera vez que probaba el alcohol. Carlos ya se lo advirtió a mi padre, cuando le puso la bandeja con los 20 chupitos delante de las narices:
-Le va a estallar la cabeza con esto, señor.
-Ja, ja, da igual, si una vez al año no hace daño -mi padre creo que veía doble ya-. Ah, ¡hip! y tráenos dos birras más.
-En seguida.
Por aquellos momentos yo estaba inmersa en una complicada tarea: robarle el bolso a mi madre, que estaba en frente de mí. No quería el bolso en sí, sino el bolígrafo que había dentro, pero para eso era necesario también el "envoltorio". Y ahí estaba yo, contorsionándome hasta límites que ni yo misma sospechaba, para lograr mi objetivo, cuando, al fin con el deseado boli en mi mano, me incorporo para encontrarme con la siguiente escena: mi padre bailando una especie de jota encima de la mesa, balanceando una jarra llena sobre mi cabeza; mi madre haciendo lo propio sobre el banco y abrazada a la mujer rubia que había a mi lado, ambas dando botes como si se tratara de dos hinchas de Tokio Hotel delante del Bill ese; mi hermana bebiéndose dos chupitos seguidos mientras se giraba discretamente, para disimular; y el novio de la alemana (el Julio chuleta, vamos), marcándose una serie de movimientos dignos del youtube.
Yo, joven e impresionable como soy, podría haberme puesto a llorar ante semejante visión, pero decidí poner el automático y apuntar con el boli en todas las páginas de todos los periódicos que tenía a mano www.peripeciasdelulimanuli.blogspot.com , aburrida.
Poner el automático es, por regla general, un sencillo acto inconsciente: te aburres en clase de Historia y pones el automático, te están contando un coñazo sobre la física cuántica y pones el automático, lees Don Quijote y pones el automático, te están riñendo tus padres y pones el automático (yo, siempre), estás mirando El Tomate y pones el automático... todo son situaciones fáciles. Prueba tú a poner el automático en mitad de una Fiesta de la Cerveza, cubriéndote las espaldas ante posibles "frankfurts" voladoras-asesinas (algunas venían con cargamento-misil de mostaza), con cientos de personas locas y más borrachas que una cuba sembrando el caos a tu alrededor, incluidos tus respetables progenitores (para mí, después de la lamentable función de anoche han perdido mucho, la verdad), con una hermana-víbora chupeteando ávidamente las últimas gotas del botellín de su tercer chupito, y tratando que no te atropelle la germana de al lado con sus temibles tacones. Prueba. A ver si te sale. Chulo, que eres un chulo (o chula, en su defecto). Pues a mí tampoco me salió, la verdad, al menos no en aquel momento.
Seguí rayando los periódicos mientras me limitaba a observar atemorizada a mi alrededor. Mis padres bajaron junto con Sujeto H (la germana) y Sujeto Q (el novio -que era de Calpe- de la germana) de la mesa y se fueron al escenario. Desde la lejanía contemplaba yo a mi madre bailando un vals o algo parecido con un señor que iba vestido de tirolés, aunque parpadeé y la volví a ver con mi padre, al lado de decenas de parejas de decrépitos ancianos. También contemplaba a mi hermana, que supuestamente tenía que cuidar del bolso de mi madre, pero que se entretenía haciendo montañitas con las botellitas de los chupitos y, de vez en cuando, todavía sacaba la lengua para dejar caer sobre ella otra gota de vodka con higo que había quedado en algún frasco... Creo que en ese momento no era consciente de lo que estaba sucediendo a mi alrededor.
Además, un tío que estaba en el banco detrás de mí me dio unos golpecitos en la espalda, llamando mi atención. Era un hippie-freak de esos muy parecido a Melendi: con rastas y muchos pearcings.
-¿Sí? -yo, escéptica (no estaba para menos).
-Tía... -me suelta después de un rato de concentración-. Me aburro.
-Y yo, no te jode -yo, un poco mordaz.
El tipo aquel tenía que hacer grandes esfuerzos para verme, y eso que me tenía delante de sus morros. Achinó los ojos y estalló en una irregular carcajada.
-Es porque estoy borracho -alcanzó a decir.
-Pues fíjate, que a mí me pasa al revés -le dije-. Igual si hubiera bebido algo me hubiera animado.
El tío se me quedó mirando muy serio, diciendo que sí con la cabeza, pero en seguida se echó a reír de nuevo.
-¿Qué? -supongo que no entendería la complicada frase que le dije-. ¡Que estoy borracho! He dicho.
Yo: ¬¬u
Pero finalmente le suelto:
-Pues deja de beber.
Y el freak ese igual, otra vez la risita y en seguida:
-¿Qué?
-Que te bebas otra jarra, que se enfría.
-A tu salud, ¡hip!
En serio, si no hubiera estado sentado se habría caído en ese mismo momento de espaldas.
Pero las horas pasaban, y yo ya no podía ni apoyar los codos sobre la mesa ya que había tal cantidad de jarras vacías sobre ella que no cabía nada más. Aunque, la verdad, tampoco sé si lo habría hecho, pues el río de cerveza serpenteaba también sobre la madera.
Mis padres y sus nuevos amigos aparecían y desaparecían a su aire, cada vez que llegaban a la mesa cargaban el barco y luego se volvían a largar. Mientras, yo dibujaba y mi hermana hacía fotos a sus torrecitas de chupitos vacíos. Tenía las mejillas sonrosadas y dejaba escapar sonrisillas sospechosas, a las cuales yo respondía con una mirada de reprobación. Mis padres y sus amigos (Sujeto H cargada con un gran algodón de azúcar) regresaron y se pusieron a hablar de mi vida como si yo no estuviera delante. Que si por qué yo ponía esa mala cara, que si era una gruñona. Y luego hablaron de la vida de mi hermana, que si había suspendido dos asignatiras este verano, que si era una pija. Vamos, sacando nuestros trapos sucios delante de dos perfectos desconocidos. Y todo interrumpido por bailes de "sobremesas".
Sujeto H, que está divorciada y no del todo en sus cabales, de vez en cuando me contaba que ella tenía una hija de mi edad que ahora estaba por ahí con sus amigos, de marcha en Benidorm (¡¡¡ESAS COSAS NO SE CUENTAN CUANDO UNA ESTÁ AL BORDE DEL DESQUICIO!!!), y que si los de la mesa de al lado (más freaks) me estaban mirando, que sería guay conocerlos y que fueran mis novios. O_O A la vez que me hablaba, me metía trozos de algodón de azúcar en el ojo y en la boca. En el ojo involuntariamente (si no llega a ser por las gafas me lo arranca) y en la boca voluntariamente. Cogía un trozo de algodón, lo apretujaba entre sus manos llenas de cerveza y cenizas de tabaco, y me lo estampaba contra la cara, a la vez que yo, mientras tosía y trataba de limpiarme con una servilleta, le decía con el mejor tono que era capaz de poner en aquellas circunstancias:
-No, no, grafiaf, no quiero algobon fe afucaf, ¡cof, cof!
Mi chaqueta, blanca al inicio de la noche, ahora ha quedado rosa T.T
Después de aguantar siglos y siglos muriéndome del asco, al fin llegó la hora de marcharnos (tras insistir pesadamente durante milenios). Y ahí es donde empezó el verdadero espectáculo. Salimos de la carpa y mi hermana llamó a un taxi -porque mis padres no podían hablar correctamente-, le dijo que viniera a por nosotros. Estuvimos esperando durante unos diez minutos, cuando de pronto apareció un trenecillo turístico de esos, cuyo recorrido era Calpe-Oktoberfest, Oktobrfest-Calpe. Mis padres decidieron pasarse el taxi por el forro y subir al trenecillo (odio el trenecillo) para que nos llevara hasta el centro, y de ahí ir al hotel. En el trenecillo hacía un frío que te mueres, porque no hay ni puertas ni ventanas, sólo un mísero techo para cubrir en caso de lluvia, y yo estaba todo el tiempo encogida sobre mí misma, envuelta en mi pegajosa chaqueta rosa y deseando que el trayecto acabase. Mis padres, mientras tanto, no hacían otra cosa que reírse, y mi padre decía:
-¡Eh, chaval! Sube las ventanillas que hace frío.
Y más risas. La gente de delante nos miraba entre divertida y recelosa, y mi hermana se ocupaba de amenizar la situación con sonrisitas culpables. Yo, por mi parte, me mantenía callada y sarcástica. Entonces subieron dos tres ingleses jovencitos, algo más mayores que yo. Mi padre se puso a hostigarlos con chistes malos, pero ellos dejaron bien claro que:
-Ey, no entiendo, tío.
-Vale, gilipollas, ahora te doy un carchotazo y te pones a llorar, ¿de acuerdo? -repetía mi padre.
Mi hermana tenía miedo de que mi padre iniciara alguna pelea, porque los chavales ingleses parecían molestos, pero no respondían, se limitaban a mirar con aires despectivos. Luego se tiraron del trenecillo en pleno movimiento, se cayeron todos al suelo y mi padre se burló de ellos.
Bajamos del tren e iniciamos la marcha hacia el hotel. Mi padre y mi madre (los dos) iban descojonándose todavía de la caída de los chicos ingleses, llorando de la risa y hablando con una voz claramente borrachil. Mi padre se metía en todos los maceteros que había por la calle y se puso a arrancar rosas para regalárselas a mi madre, y se cortó varias veces. Mi hermana intentaba que no se separaran mucho y los trataba como a niños pequeños. Yo, para variar, caminaba a diez metros de ellos para que no creyeran que era de la familia. Al cabo de un rato nos perdimos, porque mi padre, en cual estado se encontraba, no fue capaz de interpretar el mapa adecuadamente.
Después de merodear por las calles vacías durante quince minutos (que en aquellos momentos se me hicieron eternos), llegamos a la conclusión de llamar a otro taxi y, aquella vez, esperarlo. Cuando llegó y nos subimos, resultó ser el mismo que nos había llevado al Oktoberfest, y supongo que se quedó bastante sorprendido al comprobar cómo el estado de ánimo de mis padres había cambiado en el transcurso de cinco horas (o más, no quiero saberlo). Finalmente, llegamos al hotel.
Una vez allí, en el ascensor, mi padre dejó caer al suelo una jarra de cerveza que había robado de la fiesta, porque quería demostrarnos que, al ir envuelta en una hoja de papel de periódico, esta no se rompería. Después de haber cargado con la jarra durante tres cuartos de hora aproximadamente, esta estalló en mil pedazos al mínimo contacto con el suelo, y mi padre se quedó tan anonadado que hasta me dio casi lástima su expresión. Recogió los pedazos y se los puso a mi hermana en los brazos (mi hermana, por cierto, cargaba en la otra mano con la caja de los treinta chupitos que se habían tomado entre todos, los chupitos incluidos -aunque vacíos). Y esa fue nuestra triunfal llegada.
No creáis que esto es el fin, no, porque cuando yo ya estaba cambiada y dentro de la cama, de repente suena el teléfono de la habitación (que, creedme, a las dos y media de la madrugada hace un ruido mucho más estruendoso que de costumbre). ¿A que no sabéis quien era? Sí, mi madre, que nos obligaba a ir a la habitación contigua (la 1409). Yo, cagándome en todo lo cagable, mi hermana, bastante entusiasmada, nos dirigimos las dos a la habitación de mis alocados viejos para encontrarnos con la siguiente escena: las camas deshechas, los edredones y las mantas en EL SUELO de la terraza (es decir, fuera de la habitación) y mis padres ENTRE las mantas, como si de unos sacos de dormir se tratara, los dos llorando de la risa.
-Vuestro padre se ha meado en las plantas -es lo que conseguí entender de la boca de mi madre.
-La taza del váter quedaba demasiado lejos... -murmuró mi padre, también entre carcajadas.
Había doce pasos.
-Vamos a dormir aquí fuera, ya veréis qué bien se está...
Me largué antes de que siguieran, hubiera sido peligroso que me quedara, alguien podría haber resultado herido.
Finalmente, conseguí dormirme, a la agradable hora de las 3 a.m.
Huelga decir que, a la mañana siguiente, mis padres y mi hermana tenían un resacón que la flipas.
Besazzos,
Luli
En primer lugar, agradecer los comentarios que me he estado encontrando últimamente por aquí, decir que me ha halagado mucho que la gente se moleste en hacerme saber que aprecia mi trabajo y añadir que voy a seguir dando la tabarra, tengo para rato. ^^
En segundo lugar, profundizar en la entrada para que concuerde con el título: "Cuando tus padres se emborrachan". Como siempre, empezaré desde el principio.
El principio en este caso vendrían siendo los orígenes de mi madre, que es alemana, natal de Hamburgo. Cuando conoció a mi padre en España y decidió quedarse con él a vivir aquí, dejando todo atrás, cometió un acto muy valiente, en mi opinión, pero sobra con decir que lleva viviendo en mi pueblo desde hace veinte años ya y que es muy feliz. Sin embargo, es evidente que una parte de ella sigue arraigada a su germano país, por lo que, de vez en cuando, rememora cosas de allí de diversos tipos: recuerdos, anécdotas, lugares, personas, fiestas... Sí, fiestas. En concreto, estoy hablando del Oktoberfest, o Fiesta de la Cerveza, que se celebra en München (Munich) todos los años por estas fechas.
He dicho que mi madre es hamburguesa (qué extraña me siento diciendo esto, pero en fin), aunque eso no quiere decir que no haya ido a Munich, que, por si a alguien le interesa, está en el otro extremo del país. Cuando era joven fue con su familia varias veces, como si algún madrileño viniera a Valencia todos los años por las Fallas, pues igual. Y eso, que se lo pasaba muy bien y que le tenía mucho cariño a la fiesta y que ojalá algún día regresara.
En ésas estaba cuando, de pronto, hará unos cuatro años, mi padre descubrió a través del periódico que había una recreación del Oktoberfest en Calpe, Alicante. Al parecer los guiris de turno habían montado una carpa gigante con mesas donde se dedicaban a repartir cerveza y salchichas durante toda una semana, desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana, que es cuando suele cansarse la gente. Se lo comentó a mi madre sabedor de sus deseos, y ella en seguida le convenció para ir, aunque sólo fuera a echar un vistazo. Total, que fuimos. La primera vez fue más light, primero un poco de turismo por la ciudad, comida tranquila y, finalmente, una ojeada a la carpa. Una ojedada... je, je. Más hubiera querido yo. A las dos de la madrugada volvimos a casa, porque tuvimos que esperar a que le bajara el alcohol a mi padre que, por supuesto, no podía conducir. Lo hizo mi madre, que no había bebido, y que se juró a sí misma que aquello no volvería a pasar. No permitiría que mi padre volviera a beber en el Oktoberfest. Bueno, enfatizo, en realidad no quería permitir que mi padre volviera a beber en el Oktoberfest... solo. ¡Ella también quería! ¿Qué hay de divertido en ir a un Oktoberfest, Fiesta de la Cerveza, y no beber cerveza? ¿Eh? ¡Es como ir de shopping y no comprar nada! ¡Hombre ya!
Conclusión final: a la próxima (porque habría próxima) reservarían habitación en un hotel porque así ambos podrían beber y ninguno tendría que conducir de vuelta a nuestro primitivo poblado a las tantas de la mañana más ebrios que Dionisio, el dios del vino. Y, desde entonces, es una especie de tradición familiar, en la que cada año, por el puente del 9 de octubre (que es fiesta en la Comunidad Valenciana) nos vamos a Calpe a la Fiesta de la Cerveza, que va ganando en cuanto a popularidad y convoy se refiere. A mi hermana y a mí de pequeñas nos hacía más gracia que ahora, pero continuamos aguantando porque el hotel siempre vale la pena y, además, al día siguiente suele haber un paseo por la calle comercial de Calpe, en donde, normalmente, siempre nos cae algo.
Todo este complicado prólogo ayuda al lector a insinuar por dónde van los tiros. Ayer, vamos al grano, fuimos a Calpe a que mis padres le tiraran al "drinki". Yo fui obligada, porque llevaba toda la semana enfadada con ellos y sin hablarles (peleas varias que se dan en mi ámbito diario), pero, de todos modos, no me pude escaquear del acontecimiento y tuve que acudir contra mi voluntad. Lo cual, no me entendáis mal, no significa que fuera contenta de la vida, sino que, más bien, iba dispuesta a complicarlo todo. Que sufrieran igual como estaba haciendo yo (soy buena estratega, se nota, ¿no? ^^u).
A las nueve nos plantamos en la enorme carpa, que ya estaba bastante abarrotada, y, después de encontrar un sitio donde sentarnos, pedimos la cena. Si describo un poco el lugar, para que los que nunca hayan oído hablar de la Fiesta de la Cerveza, diré que se trata de eso: una gran carpa blanca tipo circo, en cuyo interior hay al menos cincuenta largas mesas y el doble de bancos, donde ponen un escenario con gordos tiroleses cantando las canciones típicas de allí a golpe de acordeón y una eficiente barra en un extremo que no para de llenar jarras de cerveza. Y unos treinta camareros rondando por allí. Vamos, un auténtico descontrol.
Yo pedí salichicha, aunque me dejé la mitad por dos razones básicas: 1) Fastidiar a mis padres; 2) No me gustan las salchichas. El pan, eso sí, me lo comí todo, porque si no me hubiera muerto de hambre.
Mi hermana no sé lo que pidió, aunque francamente me trae bastante sin cuidado, y mis padres no pedían otra cosa que cerveza. El camarero que nos tocó a nosotros era argentino y se llamaba Carlos. Carlos, que tenía el pelo más largo que yo y unas entradas hasta el cogote, se portó bastante bien durante toda la noche, sobre todo a final, cuando tenía que soportar los chistes de mi padre.
Y nada, empezó la velada. Había cientos de viejos alemanes bebiendo cerveza y atiborrándose de codillo y "frankfurts" mientras los tiroleses cantaban todo el rato canciones tipo Paquito el Chocolatero, pero en alemán, claro está, y todos se les unían al unísono y levantaban las jarras de medio litro. A mi lado había una mujer rubia, claramente germana, acompañada de un no tan germano acompañante: más bien parecía un chulo de playa vestido con el típico look ibicenco de Julio Iglesias. También se tragaban una jarra tras otra y, conforme iba avanzando la noche, sus entonaciones iban aumentando de tono, de modo que tenía que ir tapándome la oreja izquierda con la mano para no quedarme sorda. Yo estaba todo el tiempo poniendo cara de mala ost** y, la verdad, me lo hubiera podido pasar bien en otras condiciones (véase: con amigas u con mis padres, aunque de buen rollo, cosa que no estaba yo muy en la labor), pero me tuve que conformar con guardar en mi memoria todas las estupideces que hizo mi familia.
Conforme iban pasando las horas, el ambiente iba cambiando: el antes ruidoso grupo de tiroleses pasaba a ser ahora atronador, mientras que las múltiples cervezas consumidas por el personal presente empezaban a notarse. La gente comenzaba a subirse a los bancos y a cantar cada vez más alto, los camareros iban como locos de un lado para otro y había que cubrirse con los periódicos que regalaban allí para que las "frankfurts" asesinas-voladoras que surcaban los aires viciados de la carpa no decidieran aterrizar en tu cabeza. Al mismo tiempo, había que ir con cuidado de no inundarte los zapatos, pues la cerveza formaba diversos riachuelos que abarcaban toda la superfície terrestre de dicha carpa, y más de una vez tuve que levantar las piernas para que no se me mojaran los calcetines. Pero, como en todo, había diferentes puntos de vista. Así como yo era la única que conservaba su sentido de la sensatez en aquel caos verbenero y trataba de salir ilesa de la experiencia, mi hermana-la-víbora, por ejemplo, estaba todo el tiempo más ocupada en beber chupitos a escondidas de mis padres.
Porque mi padre, previsor, había comprado una caja entera de chupitos (había 20) llamados Feiglings (Cobardes). Los chupitos eran de vodka con higo y, la verdad, no están nada mal, pero me parece un poco inhumano que una moza (juajua) de catorce primaveras (juajuajuajua) se tome 5 seguidos, teniendo en cuenta que era la primera vez que probaba el alcohol. Carlos ya se lo advirtió a mi padre, cuando le puso la bandeja con los 20 chupitos delante de las narices:
-Le va a estallar la cabeza con esto, señor.
-Ja, ja, da igual, si una vez al año no hace daño -mi padre creo que veía doble ya-. Ah, ¡hip! y tráenos dos birras más.
-En seguida.
Por aquellos momentos yo estaba inmersa en una complicada tarea: robarle el bolso a mi madre, que estaba en frente de mí. No quería el bolso en sí, sino el bolígrafo que había dentro, pero para eso era necesario también el "envoltorio". Y ahí estaba yo, contorsionándome hasta límites que ni yo misma sospechaba, para lograr mi objetivo, cuando, al fin con el deseado boli en mi mano, me incorporo para encontrarme con la siguiente escena: mi padre bailando una especie de jota encima de la mesa, balanceando una jarra llena sobre mi cabeza; mi madre haciendo lo propio sobre el banco y abrazada a la mujer rubia que había a mi lado, ambas dando botes como si se tratara de dos hinchas de Tokio Hotel delante del Bill ese; mi hermana bebiéndose dos chupitos seguidos mientras se giraba discretamente, para disimular; y el novio de la alemana (el Julio chuleta, vamos), marcándose una serie de movimientos dignos del youtube.
Yo, joven e impresionable como soy, podría haberme puesto a llorar ante semejante visión, pero decidí poner el automático y apuntar con el boli en todas las páginas de todos los periódicos que tenía a mano www.peripeciasdelulimanuli.blogspot.com , aburrida.
Poner el automático es, por regla general, un sencillo acto inconsciente: te aburres en clase de Historia y pones el automático, te están contando un coñazo sobre la física cuántica y pones el automático, lees Don Quijote y pones el automático, te están riñendo tus padres y pones el automático (yo, siempre), estás mirando El Tomate y pones el automático... todo son situaciones fáciles. Prueba tú a poner el automático en mitad de una Fiesta de la Cerveza, cubriéndote las espaldas ante posibles "frankfurts" voladoras-asesinas (algunas venían con cargamento-misil de mostaza), con cientos de personas locas y más borrachas que una cuba sembrando el caos a tu alrededor, incluidos tus respetables progenitores (para mí, después de la lamentable función de anoche han perdido mucho, la verdad), con una hermana-víbora chupeteando ávidamente las últimas gotas del botellín de su tercer chupito, y tratando que no te atropelle la germana de al lado con sus temibles tacones. Prueba. A ver si te sale. Chulo, que eres un chulo (o chula, en su defecto). Pues a mí tampoco me salió, la verdad, al menos no en aquel momento.
Seguí rayando los periódicos mientras me limitaba a observar atemorizada a mi alrededor. Mis padres bajaron junto con Sujeto H (la germana) y Sujeto Q (el novio -que era de Calpe- de la germana) de la mesa y se fueron al escenario. Desde la lejanía contemplaba yo a mi madre bailando un vals o algo parecido con un señor que iba vestido de tirolés, aunque parpadeé y la volví a ver con mi padre, al lado de decenas de parejas de decrépitos ancianos. También contemplaba a mi hermana, que supuestamente tenía que cuidar del bolso de mi madre, pero que se entretenía haciendo montañitas con las botellitas de los chupitos y, de vez en cuando, todavía sacaba la lengua para dejar caer sobre ella otra gota de vodka con higo que había quedado en algún frasco... Creo que en ese momento no era consciente de lo que estaba sucediendo a mi alrededor.
Además, un tío que estaba en el banco detrás de mí me dio unos golpecitos en la espalda, llamando mi atención. Era un hippie-freak de esos muy parecido a Melendi: con rastas y muchos pearcings.
-¿Sí? -yo, escéptica (no estaba para menos).
-Tía... -me suelta después de un rato de concentración-. Me aburro.
-Y yo, no te jode -yo, un poco mordaz.
El tipo aquel tenía que hacer grandes esfuerzos para verme, y eso que me tenía delante de sus morros. Achinó los ojos y estalló en una irregular carcajada.
-Es porque estoy borracho -alcanzó a decir.
-Pues fíjate, que a mí me pasa al revés -le dije-. Igual si hubiera bebido algo me hubiera animado.
El tío se me quedó mirando muy serio, diciendo que sí con la cabeza, pero en seguida se echó a reír de nuevo.
-¿Qué? -supongo que no entendería la complicada frase que le dije-. ¡Que estoy borracho! He dicho.
Yo: ¬¬u
Pero finalmente le suelto:
-Pues deja de beber.
Y el freak ese igual, otra vez la risita y en seguida:
-¿Qué?
-Que te bebas otra jarra, que se enfría.
-A tu salud, ¡hip!
En serio, si no hubiera estado sentado se habría caído en ese mismo momento de espaldas.
Pero las horas pasaban, y yo ya no podía ni apoyar los codos sobre la mesa ya que había tal cantidad de jarras vacías sobre ella que no cabía nada más. Aunque, la verdad, tampoco sé si lo habría hecho, pues el río de cerveza serpenteaba también sobre la madera.
Mis padres y sus nuevos amigos aparecían y desaparecían a su aire, cada vez que llegaban a la mesa cargaban el barco y luego se volvían a largar. Mientras, yo dibujaba y mi hermana hacía fotos a sus torrecitas de chupitos vacíos. Tenía las mejillas sonrosadas y dejaba escapar sonrisillas sospechosas, a las cuales yo respondía con una mirada de reprobación. Mis padres y sus amigos (Sujeto H cargada con un gran algodón de azúcar) regresaron y se pusieron a hablar de mi vida como si yo no estuviera delante. Que si por qué yo ponía esa mala cara, que si era una gruñona. Y luego hablaron de la vida de mi hermana, que si había suspendido dos asignatiras este verano, que si era una pija. Vamos, sacando nuestros trapos sucios delante de dos perfectos desconocidos. Y todo interrumpido por bailes de "sobremesas".
Sujeto H, que está divorciada y no del todo en sus cabales, de vez en cuando me contaba que ella tenía una hija de mi edad que ahora estaba por ahí con sus amigos, de marcha en Benidorm (¡¡¡ESAS COSAS NO SE CUENTAN CUANDO UNA ESTÁ AL BORDE DEL DESQUICIO!!!), y que si los de la mesa de al lado (más freaks) me estaban mirando, que sería guay conocerlos y que fueran mis novios. O_O A la vez que me hablaba, me metía trozos de algodón de azúcar en el ojo y en la boca. En el ojo involuntariamente (si no llega a ser por las gafas me lo arranca) y en la boca voluntariamente. Cogía un trozo de algodón, lo apretujaba entre sus manos llenas de cerveza y cenizas de tabaco, y me lo estampaba contra la cara, a la vez que yo, mientras tosía y trataba de limpiarme con una servilleta, le decía con el mejor tono que era capaz de poner en aquellas circunstancias:
-No, no, grafiaf, no quiero algobon fe afucaf, ¡cof, cof!
Mi chaqueta, blanca al inicio de la noche, ahora ha quedado rosa T.T
Después de aguantar siglos y siglos muriéndome del asco, al fin llegó la hora de marcharnos (tras insistir pesadamente durante milenios). Y ahí es donde empezó el verdadero espectáculo. Salimos de la carpa y mi hermana llamó a un taxi -porque mis padres no podían hablar correctamente-, le dijo que viniera a por nosotros. Estuvimos esperando durante unos diez minutos, cuando de pronto apareció un trenecillo turístico de esos, cuyo recorrido era Calpe-Oktoberfest, Oktobrfest-Calpe. Mis padres decidieron pasarse el taxi por el forro y subir al trenecillo (odio el trenecillo) para que nos llevara hasta el centro, y de ahí ir al hotel. En el trenecillo hacía un frío que te mueres, porque no hay ni puertas ni ventanas, sólo un mísero techo para cubrir en caso de lluvia, y yo estaba todo el tiempo encogida sobre mí misma, envuelta en mi pegajosa chaqueta rosa y deseando que el trayecto acabase. Mis padres, mientras tanto, no hacían otra cosa que reírse, y mi padre decía:
-¡Eh, chaval! Sube las ventanillas que hace frío.
Y más risas. La gente de delante nos miraba entre divertida y recelosa, y mi hermana se ocupaba de amenizar la situación con sonrisitas culpables. Yo, por mi parte, me mantenía callada y sarcástica. Entonces subieron dos tres ingleses jovencitos, algo más mayores que yo. Mi padre se puso a hostigarlos con chistes malos, pero ellos dejaron bien claro que:
-Ey, no entiendo, tío.
-Vale, gilipollas, ahora te doy un carchotazo y te pones a llorar, ¿de acuerdo? -repetía mi padre.
Mi hermana tenía miedo de que mi padre iniciara alguna pelea, porque los chavales ingleses parecían molestos, pero no respondían, se limitaban a mirar con aires despectivos. Luego se tiraron del trenecillo en pleno movimiento, se cayeron todos al suelo y mi padre se burló de ellos.
Bajamos del tren e iniciamos la marcha hacia el hotel. Mi padre y mi madre (los dos) iban descojonándose todavía de la caída de los chicos ingleses, llorando de la risa y hablando con una voz claramente borrachil. Mi padre se metía en todos los maceteros que había por la calle y se puso a arrancar rosas para regalárselas a mi madre, y se cortó varias veces. Mi hermana intentaba que no se separaran mucho y los trataba como a niños pequeños. Yo, para variar, caminaba a diez metros de ellos para que no creyeran que era de la familia. Al cabo de un rato nos perdimos, porque mi padre, en cual estado se encontraba, no fue capaz de interpretar el mapa adecuadamente.
Después de merodear por las calles vacías durante quince minutos (que en aquellos momentos se me hicieron eternos), llegamos a la conclusión de llamar a otro taxi y, aquella vez, esperarlo. Cuando llegó y nos subimos, resultó ser el mismo que nos había llevado al Oktoberfest, y supongo que se quedó bastante sorprendido al comprobar cómo el estado de ánimo de mis padres había cambiado en el transcurso de cinco horas (o más, no quiero saberlo). Finalmente, llegamos al hotel.
Una vez allí, en el ascensor, mi padre dejó caer al suelo una jarra de cerveza que había robado de la fiesta, porque quería demostrarnos que, al ir envuelta en una hoja de papel de periódico, esta no se rompería. Después de haber cargado con la jarra durante tres cuartos de hora aproximadamente, esta estalló en mil pedazos al mínimo contacto con el suelo, y mi padre se quedó tan anonadado que hasta me dio casi lástima su expresión. Recogió los pedazos y se los puso a mi hermana en los brazos (mi hermana, por cierto, cargaba en la otra mano con la caja de los treinta chupitos que se habían tomado entre todos, los chupitos incluidos -aunque vacíos). Y esa fue nuestra triunfal llegada.
No creáis que esto es el fin, no, porque cuando yo ya estaba cambiada y dentro de la cama, de repente suena el teléfono de la habitación (que, creedme, a las dos y media de la madrugada hace un ruido mucho más estruendoso que de costumbre). ¿A que no sabéis quien era? Sí, mi madre, que nos obligaba a ir a la habitación contigua (la 1409). Yo, cagándome en todo lo cagable, mi hermana, bastante entusiasmada, nos dirigimos las dos a la habitación de mis alocados viejos para encontrarnos con la siguiente escena: las camas deshechas, los edredones y las mantas en EL SUELO de la terraza (es decir, fuera de la habitación) y mis padres ENTRE las mantas, como si de unos sacos de dormir se tratara, los dos llorando de la risa.
-Vuestro padre se ha meado en las plantas -es lo que conseguí entender de la boca de mi madre.
-La taza del váter quedaba demasiado lejos... -murmuró mi padre, también entre carcajadas.
Había doce pasos.
-Vamos a dormir aquí fuera, ya veréis qué bien se está...
Me largué antes de que siguieran, hubiera sido peligroso que me quedara, alguien podría haber resultado herido.
Finalmente, conseguí dormirme, a la agradable hora de las 3 a.m.
Huelga decir que, a la mañana siguiente, mis padres y mi hermana tenían un resacón que la flipas.
Besazzos,
Luli
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