miércoles, 2 de abril de 2008

La cámara


Hola y muy buenas a todo el mundo.

Después de mis recientes vacaciones en Andorra (regresé el lunes después de cinco horas de viaje en coche) he de decir que mi vida sigue igual de caótica que de costumbre: tengo un examen chungo chungo el día de mi cumpleaños (3 de abril, recordad, espero hacer una entrada especial ese día), toda la gente que me rodea parece haber encontrado su media naranja menos yo, he estado engordando… (estas dos últimas no es que me preocupen mucho, pero tienen su algo).

En fin, de todas formas, esta entrada la he abierto no para hablar de mi vida –que también, claro, si no, no tendría sentido- sino para relatar un acontecimiento estremecedor y enfurecedor que tuvo lugar el domingo, acontecimiento que provocó que nuestras idílicas vacaciones montañescas acabaran mal. Procedo.

Resulta que, como cada vez que salimos de casa, mi padre –El Rey del Mambo- se llevó la carísima cámara de fotos –la cámara tabú- tras él, cámara que tenemos desde hace tres años y que nos acompaña a cada viaje que hacemos. Yo, sinceramente, le tengo un cariño enternecedor a esa cámara, porque me la llevé conmigo hace dos veranos a un campus de Alemania que hice y, no sé, es uno de esos objetos que los acabas queriendo casi tanto como a una persona –incluso más que ciertas personas que se me van ocurriendo, ejem-. El típico objeto entrañable. Y más aún si vale 600 euros. O_O

La cuestión, que el domingo, como no esquiamos, mi padre propuso que después de la tarde de compras por la calle Meritxell, podíamos ir al Palau de Gel de Canillo para patinar sobre hielo, que mi hermana nunca lo había hecho. Y a eso de las tres y media llegamos allí y mientras mi padre aparcaba, se puso a llover. Bueno, a lloviznar. Vi con mis propios ojos cómo mi padre sacaba la cámara del coche y le decía a mi madre, alzándola en alto, “¡Tranquila, que la tengo!”, porque en teoría sólo iban a patinar mi madre y mi hermana (yo ya patiné una vez sobre hielo y no me apasionó, y mi padre no tenía ganas, así que decidimos ir con ellas para hacerles fotos).

Pues bueno, que entramos al Palau de Gel y en el mostrador había una recepcionista jovencita, entre veinte y veinticinco años, calculo yo. Morena, de pelo largo, cara de lechuga y ojos apagados. No sé su nombre, porque si no lo publicaría aquí y con mayúsculas, pero me conformaré con llamarla Sujeto X. Bueno, pues la tía nos cobra el alquiler de patines y nos da la información y todo eso, y mi padre, tan ufano él, deja la chaqueta y la cámara encima del mostrador, porque para pagar siempre necesita las dos manos.

En eso que la chica se guarda el dinero y se aleja un poco. Este es el momento crucial de esta historia, porque aquí es donde mis padres empezaron a discutir, porque la pista se abría a las cinco y eran las cuatro y cuarto, y mi madre no tenía ganas de esperar tres cuartos de hora para patinar y quería irse. Pero mi hermana tenía ilusión y mi padre insistía en que subiéramos a la cafetería y nos hiciéramos algo mientras esperábamos. Finalmente hicimos esto último, cogimos las cosas y subimos las escaleras sorteando a una quincena de chavales jovencitos (entre siete y quince años) que también habían ido allí a patinar y esperaban charlando tranquilamente en las escaleras (menuda prole, juas).

En la cafetería nos hicimos unos tés y a eso de las cinco menos diez mi madre y mi hermana bajaron a ponerse los patines y guardar los zapatos en las taquillas y todo ese rollo. Mi padre y yo nos quedamos en la cafetería mientras nos acabábamos la bebida, pero unos minutos después terminamos y decidimos ir subiendo a las gradas para pillar un buen sitio y hacer las fotos.

En eso que estamos recogiendo las cosas y mi padre dice, con cara de preocupación:

-¿Dónde está la cámara?

-¿La cámara? No sé, la llevabas tú.

Mi padre busca en el respaldo de la silla –que es donde suele colgarla-, debajo de la chaqueta, en el bolso de mi madre, en el de mi hermana, yo en el mío, en mi chaqueta… nada.

-A lo mejor te la has dejado en el coche –yo, alterada.

-Puede –dice mi padre no muy convencido-. Voy a ver.

Y se baja corriendo mientras yo observo a través de la cafetería a la gente que empieza a salir a la pista. Cinco minutos después llega acalorado, con una cara de decepción evidente.

-¡En el coche no está!

-¿Seguro?

-¡Seguro! ¡Lo he rebuscado todo! Me cagoenlap***!!! (Palabras varias que no voy a poner).

-¿Y si te la has dejado en el mostrador?

A mi padre se le ilumina la cara.

-¡Claro, creo que cuando hemos entrado la tenía!

Baja con expresión de esperanza pero sube casi al instante peligrosamente rojo.

-Me han dicho que no.

Y aquí es donde empieza un acaloramiento creciente por parte de mi padre, que llama a mi madre para preguntarle y ella le dice que no tiene ni idea de dónde puede estar, y que si lo ha mirado bien, que por supuesto, que bueno, a lo mejor nos la hemos dejado en Pyrineé, que es el centro comercial de Andorra (tipo El corte inglés), que puede ser pero creo que no, ves por si acaso, ahora ya no estará, igual alguien honrado la ha encontrado y ha avisado a algún dependiente, bueno, por ir y mirar no perdemos nada.

Y mi padre y yo nos subimos al coche en una carrera desesperada (tras preguntar exhaustivamente a los camareros de la cafetería y en los servicios -mi madre había ido- y tras mirar en el suelo, sin resultado alguno). Mi padre y yo haciendo cábalas, reconstruyendo nuestros pasos de todo el día, y en la comida la llevaba y en el coche también…

Casi a dos km de Andorra la Vella mi madre llama por teléfono.

-Que Sujeto E (mi hermana) ha visto cómo la tenías en el coche, en Pyrineé no puede estar.

Después de una corta conversación con mi madre, mi padre (a diez minutos de Pyrineé) decide dar la vuelta y regresar al Palau de Gel, para volver a preguntar a la recepcionista. Así que, veinte minutos después, nos ves de nuevo en Canillo y mi padre, porque sí, decide saltarse la línea continua para cambiar de carril y aparcar en la zona reservada al autobús. Pone el intermitente y me deja sola en el coche, con una escueta frase de despedida: “ahora vuelvo”.

Yo espero y, al instante, me aparece un policía, al que voy a llamar Guardia 1, que me hace señales para que abra la ventanilla. A Luli, como podréis imaginar, le sube el corazón a la boca.

-Buenas tardes, señor agente –yo, negra, histérica, con la voz temblorosa.

Alzamiento de cejas. Genial, cámara perdida y multa, a mi padre hoy le da un telele.

-Si es tan amable de explicarse… -el Guardia 1, un señor regordete de cuarenta y pico años.

Le cuento toda la pirula, el ataque de nervios de mi padre y que, de verdad de verdad, sólo ha ido un instantito a recepción a preguntar por una cámara, que tardará un parpadeo en volver. Naturalmente, sin olvidar poner en todo momento cara de perrito ahogado.

El Guardia 1 empieza –sin alterarse- a darme la charla, pero finalmente concluye con las siguientes palabras:

-Muy bien, pero que sepa que a la otra le saldrá más barato respetar la continua y la parada del bus, que, aunque no lo parezca, siempre hay alguien mirando.

-Sí, señor agente. Claro, señor agente. Por supuesto, señor agente. Muchas gracias.

Se va sin decir una palabra, pero me mira como diciendo: “pobrecita”. Suspiré con un alivio… ¡¡¡puf!!!

Segundos después aparece mi padre y vuelve a sentarse en el coche.

-Ni rastro –dice-. Volvemos a Pyrineé, aunque no va a servir para nada porque sé que no está ahí.

Empiezo a echarle la bronca por el apuro que acaba de hacerme pasar y me pide disculpas. Silencio. Minutos después me suelta, así, con resignación:

-¿Sabes? Sospecho de la recepcionista.

Me quedo a cuadros. ¿Y eso?

-Sí, porque la primera vez que he bajado a preguntar, en el mostrador había otra chica, una mujer pelirroja más mayorcita. La joven estaba subiendo las escaleras, se ve que iba al baño o algo. Yo he ido corriendo detrás de ella y le he preguntado por la cámara con toda normalidad, y me ha respondido mal, en plan “¡Qué va! ¡Yo no tengo nada!”, muy exaltada, ¿sabes? Que me ha parecido raro.

Le miro con el entrecejo fruncido.

-Y la segunda vez –sigue- he hablado con la pelirroja, que me ha contestado tranquilamente, aunque la morena estaba detrás y ni me ha mirado a la cara. No se ha vuelto en ningún momento y, no sé, me ha parecido raro.

Silencio. Empezamos a hacer cábalas y, al cabo de unos momentos, como movidos por un resorte, empezamos a reconstruir los hechos a la vez.

-Hm… tiene su lógica. Yo podría jurar que te he visto sacar la cámara del coche, y no se te puede haber caído por la calle porque íbamos las tres detrás de ti. Alguna se hubiera dado cuenta.

-Dentro tampoco puede haberse caído, porque el único sitio posible son las escaleras y estaba lleno de chiquillos. Me juego lo que quieras a que, al menos uno, hubiera dicho: “¡Señor, que se le ha caído la cámara!”

-Es verdad, los niños siempre hacen eso. Y al bar no ha llegado, porque tendría que estar en la mesa, ya que de lo contrario se lo hubiera llevado el camarero, que es imposible porque yo estaba delante.

-O sea… que en el único momento en el que me la tengo que haber dejado en alguna parte es en el mostrador, porque para sacar el dinero de la cartera necesito las dos manos.

-Yo te he visto dejando la chaqueta encima del mostrador, estoy segurísima.

-¿Y qué ha pasado después?

-¡La mamá y tú os habéis puesto a discutir! Después nos hemos ido a la cafetería, pero en ese momento nos hemos despistado todos, porque estábamos pendientes de vuestra conversación.

-Tiene que haber sido ahí, preciso. Y no es normal la manera en que la chica ha reaccionado.

Después de nuestras cábalas, llegamos justo delante del centro comercial de Pyrineé. Mi pardre aparca enfrente, en una entrada de parking privado. Pone el intermitente y, de nuevo, sale corriendo dejándome sola en mitad del tráfico y de la multitud.

Ni cinco minutos después, un coche llama a un guardia (Guardia 2) y este se acerca a mí corriendo, con una cara de mala leche que me intimida al instante. Es flacucho, más joven que el Guardia 1 y calvo. Me abre la puerta y, antes de que yo pueda abrir la boca, empieza a pegarme un puro de cuidado –en catalán- diciéndome de todo: que si es una entrada privada, que si ya, señor agente, ya, pero de verdad que sólo es un minuto, que somos de fuera y se le ha perdido la cámara a mi padre, ¡ja!, de fuera, y eso qué más da, que las normas de tráfico son las mismas para todos, que ha provocado un tapón y que ves a buscar a tu padre ya mismo, que no hace falta, que le juro que ya baja, es sólo un segundín.

Se aleja renegando y me deja sola en el coche, pero vuelve tan rápido que no me da tiempo ni a cagarme en todo lo que se menea (con perdón), me abre la puerta y me suelta:

-Vusté sap conduí? (¿Usted sabe conducir?)

-No, sóc menor d’edat.

El Guardia 2 bufa y se sienta en el asiento de mi padre, coge el volante y me suelta:

-Vusté’stá da tastic (Usted está de testigo).

Con toda la mala ostia del mundo mundial se quita la gorra y la arroja con violencia sobre mi regazo –yo, de mal humor también-, le da contacto al motor con la llave y en una maniobra lo aparta hacia detrás, mientras que toda la gente que pasa por la calle nos mira entre recelosa y atónita. Mi carita de cachorro ahogado se acentúa.

Cuando el señor agente acaba, me arranca la gorra de un manotazo igual de violento, se sale del coche y me dice con la mirada del tigre:

-Da veres, vagi’l a buscà i evitarem la danúncia. (De verdad, váyalo a buscar y evitaremos la denúncia).

Y Luli coge las llaves del coche, apaga el motor y cierra el vehículo, echando a continuación a correr y a patearse toooodo el centro comercial de Pyrineé de arriba a abajo, como si de ello dependiera su vida. Al llegar arriba del todo y cerciorarme de que no iba a encontrar a mi padre entre la gente, porque tampoco sé dónde está la sección de objetos perdidos y no hay que perder tiempo parándome a preguntar, que tengo al Guardia 2 cabreado en la acera de enfrente, decido llamarle al móvil, pero… ¡oh, dulce destino! Me lo he dejado en el coche y, con el susto del momento, mi cabeza funcionaba un poco lenta y no se me ha ocurrido antes.

Ale, a bajar planta por planta, deteniéndome sólo a preguntar dónde están las escaleras que llevan abajo, y salir unos momentos después de Pyrineé para toparme con la siguiente escena:

Mi padre con el móvil en la oreja y cara de “Luli se la carga, pero fijo” me divisa por las puertas mecánicas y me señala con el dedo mientras que, al mismo tiempo, el Guardia 2 divisa a mi padre y se le acerca corriendo. Yo cruzo la transitada calle corriendo y me acerco a mi padre, que empieza con su perorata:

-¿Pero cómo se te ocurre salir del coche? ¿Dónde has estado y por qué? ¿Quién ha movido el coche? ¡Te has dejado el techo abierto! ¡Pensaba que te habían raptado! ¡Hace un frío que pela y aquí me tienes, fuera del coche y sin chaqueta! ¡Blablablá blablablá!

Y en seguida se oye:

-No la culpi a ella, que la culpa la té vusté! (¡No la culpe a ella, que la culpa la tiene usted!)

Y aparece el Guardia 2 (que, aunque en un principio me cayó mal, desde aquí le saludo y le doy las gracias por salvarme de la bronca de mi padre y por no multarle. Un beso, Guardia 2, muak! –juas-) y él y mi padre empiezan a hablar (bueno, seamos sinceros, el Guardia 2 le echa la misma bronca a mi padre que éste iba a echarme a mí), y mi padre se disculpa y nos largamos ¡pero ya!, porque no queremos abusar más de la amable paciencia de Guardia 2.

De nuevo en el coche en dirección a Canillo, mi padre me informa de que allí en Pyrineé nadie ha visto la cámara, pero que le han atendido amablemente y ha dejado el número allí, por si las moscas. Le insisto a mi padre para que vuelva a instigar a las recepcionistas de las narices en el Palau de Gel y urdimos un plan para tantearlas y observar sus reacciones. Yo estoy cada vez más enfadada, porque esa cámara la he llevado desde que la tenemos en el heart, con la de fotos que habré echo con ella.

Entramos y preguntamos por la cámara por tercera vez, esta vez también estoy yo. Efectivamente, hay dos mujeres en la recepción: una mayor -Sujeto Y- y Sujeto X, la morenita. Mi padre empieza, de nuevo, a preguntar por la cámara, afirmando rotundamente que el último lugar donde la dejamos fue en el mostrador, y Sujeto Y, primero con amabilidad, después con nerviosismo y finalmente con histeria empieza a decir que no, que no hay ninguna cámara en ningún lado, que ya está bien, hombre, que se pierden muchas cosas y que siempre las guardan esperando a que alguien las reclame. Y Sujeto X sólo afirma con la cabeza y finalmente añade:

-La mayoría de cosas se pierden al bar, vayan a preguntar allí.

Mi padre y yo nos miramos. El recelo se masca en el ambiente. Subimos de nuevo al bar y, de nuevo, preguntamos por la cámara. Super tranquilamente nos dicen que no, que no han encontrado nada.

Media hora después mi madre y mi hermana ya han acabado de patinar. Mi padre y yo les contamos nuestras sospechas. Mi padre está disgustadísimo y yo cabreadísima. Esperamos fuera puliendo nuestra teoría: efectivamente, después de que mis padres discutieran, como todos nos habíamos distraído, hemos subido a la cafetería sin la cámara, que nos la debemos haber dejado encima del mostrador, porque en el coche estaba y yo vi a mi padre bajarla. Él la llevaba en la mano, pero se sacó la cartera para pagar y, con el despiste del momento, nos fuimos sin ella. Ahí ha debido suceder que, o bien ha llegado alguien y se la ha llevado –clientes que llegaron después de nosotros- o bien que Sujeto X, la recepcionista jovencita, la cogiera y se callara la boca. Así se explican varias cosas, como que le hablara tan mal a mi padre y después no le mirara a la cara. También se puede explicar que la recepcionista Sujeto Y –que no estaba en el momento del (¿puedo llamarlo delito?)- primero atendiera amablemente a mi padre y después –que la joven se lo debe haber contado- se mostrara tan irritable, queriendo ahuyentarnos todo el rato. ¿Qué falla de esta teoría? Sí, acertasteis: no tenemos ninguna prueba, a pesar de que hay cámaras de vigilancia, porque vimos las pantallas detrás del mostrador.

Todo esto se resume en que, por última vez, fuimos allí –esta vez fue mi madre- para dejar el número de teléfono por si la cámara aparecía, y la tipa pelirroja se puso borde de nuevo, que no quería atenderla –y eso que en la cafetería habían tomado el número con mucha cortesía-, lo cual, como supondréis, aumentó nuestras sospechas.

Finalmente, nos fuimos de allí sin pruebas, cabreados (yo quería que mi padre montara el numerito porque estaba fuera de mí, pero mi padre desistió, porque no hubiera servido para nada. Las tipas se libraron, porque cuando mi padre se enfada de verdad con alguien, ese alguien tiene un problema –lo sé por experiencia propia).

En conclusión: nos quedamos sin cámara y sin pruebas, no pudimos hacer la denuncia –ir a la policía por hurto no sirve de nada- y nos marchamos de Andorra bastante disgustados. No podemos culparlas directamente, ni a Sujeto X de robo ni a Sujeto Y de encubrir a Sujeto X, pero yo, personalmente, me juego lo que sea a que, en efecto, la chica jovencita nos robó la cámara y que, después del miedo que le metimos, la cámara por la noche acabaría en el primer río que se encontrara. Repito, no podemos demostrarlo, pero me lo dice la intuición (emulando a Shakira).

Siempre nos quedará esa terrible sospecha.

Besazzos,

*Luli*

Nota: las frases en catalán realmente no se escriben así (las que dice Guardia 2), lo que pasa es que he puesto la manera en que las pronunciaba. Ya se sabe que hablan de manera… especial y yo, como valenciana que soy, no puedo evitar recordar que “juntos sí, pero no revueltos”. Ciao.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, sujeto L (si me permites usar tu técnica para nombrar):

Aunque con retraso, no podía dejar de hacer un comentario en esta entrada, ya que desde el punto de vista narrativo es todo un relato de suspense y te felicito por ello. Además, en el fondo coincido con tus sospechas, de hecho yo hubiera amenazado a la dependienta sospechosa con interponer la denuncia, al menos para que sufriera un poco más.
Y por cierto, aunque sea con super retraso: felicidades por tu alcanzada mayoría de edad, ahora ya eres criminalmente responsable, así que nada de cometer pequeños hurtos en las tiendas de ropas (es broma, of course). Besitos con luces de velas de cumpleaños.

Luli dijo...

Hola Joseph!

Gracias por la felicitación, más vale tarde que nunca.

Bueno, lo de las tias estas era exagerado, he omitido detalles pero cuando mi madre fue a dejar el número se pasaron tres pueblos.

La pelirroja vieja se puso como loca diciendo "¿quiere que llame? ¿quiere que llame y verá como no suena?", y eso que lo que se había perdido era una cámara y no un teléfono. Mi madre se lo recordó y ella dijo "ah, sí, si, es verdad", y después le dijo gritando "¡Tenga el teléfono, llame a la policía y denúncieme! ¿Es lo que quiere, no?"

Bueno, bueno... qué quieres que te diga.

Sea como sea, ahora ya no podemos hacer nada, así que borrón y cuenta nueva.

Besazzos,

Luli