Me encantan las tardes de verano.
Hacia eso de las ocho de la tarde, cuando el sol se va escondiendo y la brisa desplaza poco a poco el calor, lo encuentro casi mágico. Y eso que yo soy más de invierno.
Este verano (y el pasado también) no he podido apenas disfrutar ninguna porque siempre estoy trabajando a esas horas, pero hoy he hecho una excepción.
A las ocho y media he salido de la tienda y me he ido a visitar a mis abuelos, porque me pillaba de paso para casa. El apartamento que tienen mis abuelos en la playa es un remanso de paz, un bálsamo de tranquilidad en mi ajetreada vida. La terraza está situada en un segundo piso y da a una calle concurrida, y sentarme allí con mis abuelos, charlando de la vida, mirando la gente pasar, es absolutamente relajante.
En primer lugar, el apartamento es silencioso, lo que contribuye al reposo, y mis abuelos se encontraban sentados en la terracita, tomando la fresca, como a la antigua usanza. A esas horas las temperaturas ya no son soporíferas y yo, que no paro ningún día, me he unido a ellos encantada de la vida.
Es alucinante, en esos momentos me siento como en una cápsula de cristal aislada del mundo, por la cual el tiempo no pasa pero, a la vez, puedes contemplar cómo la vida sigue su curso sin ti. Yo estaba ahí tan tranquila, con el aire dándome plácidamente en la cara, viendo pasar a los coches, las motos, la gente, personas asomándose por ventanas, balcones y terrazas, todo eso sin que yo moviera un solo dedo.
Curioso, porque siempre estoy renegando de mi pueblo y de la gente de mi pueblo, de lo cotillas y descarados que son todos, pues ahí estaba, disfrutando mientras miraba la actividad a través de la barandilla a la vez que me movía suavemente en el balancín. Veía a la gente andar, algunos se saludaban, chicas jóvenes presumiendo de piernas, hombres cabizbajos sumidos en sus pensamientos, mujeres chillonas que venían de pasear o hacer la compra, niños con sus perros, parejas, familias, motos, coches de colores, bicicletas… Recuerdo que de pequeña siempre contaba las motos que pasaban y me gustaba imaginarme la vida de las personas cuando las veía andar por debajo de la terraza.
Para mí, haber ido hoy a visitar a mis abuelos ha sido como encontrar un oasis en pleno desierto, porque os diré una cosa: no es lo mismo estar sentada en la terraza de mis abuelos a las cinco de la tarde, que te da algo con la solana y no hay nadie por las calles, que en el ocaso, cuando la playa rebosa actividad.
Desde mi terraza sólo se ve el mar: kilómetros y kilómetros de mar, y las playas de Cullera y Xeraco. Admito que la vista desde un octavo es bastante más espectacular, pero el hecho de ver sólo arena y agua es a veces aburrida: sólo es interesante por las mañanas, cuando ves a toda la gente en la playa.
Eso sí, si te asomas a mi ventana por las noches te encuentras con un auténtico cuadro: la luna brillando en lo alto, reflejada en el agua negra y tranquila, y rodeada de centenares de miles de estrellas.
A veces, cuando por las noches no puedo dormir, me levanto en mitad del silencio de mi casa y me acerco a la ventana para ver las estrellas: me las pido todas para mí y mientras las contemplo, acompañada del rumor del mar, se me olvidan todos los problemas.
Qué lejanas, las estrellas, qué distantes y a la vez tan frías, brillantes como un diamante de hielo. Me inspiran mucho, siempre me distraen y me vienen historias a la mente, historias fantásticas con las que muchas veces sueño pero nunca le cuento a nadie.
Y deseo convertirme en la protagonista de mis historias, alejada del mundo real, reducirme a una llama danzarina bajo la sombra de la luna…
Hacia eso de las ocho de la tarde, cuando el sol se va escondiendo y la brisa desplaza poco a poco el calor, lo encuentro casi mágico. Y eso que yo soy más de invierno.
Este verano (y el pasado también) no he podido apenas disfrutar ninguna porque siempre estoy trabajando a esas horas, pero hoy he hecho una excepción.
A las ocho y media he salido de la tienda y me he ido a visitar a mis abuelos, porque me pillaba de paso para casa. El apartamento que tienen mis abuelos en la playa es un remanso de paz, un bálsamo de tranquilidad en mi ajetreada vida. La terraza está situada en un segundo piso y da a una calle concurrida, y sentarme allí con mis abuelos, charlando de la vida, mirando la gente pasar, es absolutamente relajante.
En primer lugar, el apartamento es silencioso, lo que contribuye al reposo, y mis abuelos se encontraban sentados en la terracita, tomando la fresca, como a la antigua usanza. A esas horas las temperaturas ya no son soporíferas y yo, que no paro ningún día, me he unido a ellos encantada de la vida.
Es alucinante, en esos momentos me siento como en una cápsula de cristal aislada del mundo, por la cual el tiempo no pasa pero, a la vez, puedes contemplar cómo la vida sigue su curso sin ti. Yo estaba ahí tan tranquila, con el aire dándome plácidamente en la cara, viendo pasar a los coches, las motos, la gente, personas asomándose por ventanas, balcones y terrazas, todo eso sin que yo moviera un solo dedo.
Curioso, porque siempre estoy renegando de mi pueblo y de la gente de mi pueblo, de lo cotillas y descarados que son todos, pues ahí estaba, disfrutando mientras miraba la actividad a través de la barandilla a la vez que me movía suavemente en el balancín. Veía a la gente andar, algunos se saludaban, chicas jóvenes presumiendo de piernas, hombres cabizbajos sumidos en sus pensamientos, mujeres chillonas que venían de pasear o hacer la compra, niños con sus perros, parejas, familias, motos, coches de colores, bicicletas… Recuerdo que de pequeña siempre contaba las motos que pasaban y me gustaba imaginarme la vida de las personas cuando las veía andar por debajo de la terraza.
Para mí, haber ido hoy a visitar a mis abuelos ha sido como encontrar un oasis en pleno desierto, porque os diré una cosa: no es lo mismo estar sentada en la terraza de mis abuelos a las cinco de la tarde, que te da algo con la solana y no hay nadie por las calles, que en el ocaso, cuando la playa rebosa actividad.
Desde mi terraza sólo se ve el mar: kilómetros y kilómetros de mar, y las playas de Cullera y Xeraco. Admito que la vista desde un octavo es bastante más espectacular, pero el hecho de ver sólo arena y agua es a veces aburrida: sólo es interesante por las mañanas, cuando ves a toda la gente en la playa.
Eso sí, si te asomas a mi ventana por las noches te encuentras con un auténtico cuadro: la luna brillando en lo alto, reflejada en el agua negra y tranquila, y rodeada de centenares de miles de estrellas.
A veces, cuando por las noches no puedo dormir, me levanto en mitad del silencio de mi casa y me acerco a la ventana para ver las estrellas: me las pido todas para mí y mientras las contemplo, acompañada del rumor del mar, se me olvidan todos los problemas.
Qué lejanas, las estrellas, qué distantes y a la vez tan frías, brillantes como un diamante de hielo. Me inspiran mucho, siempre me distraen y me vienen historias a la mente, historias fantásticas con las que muchas veces sueño pero nunca le cuento a nadie.
Y deseo convertirme en la protagonista de mis historias, alejada del mundo real, reducirme a una llama danzarina bajo la sombra de la luna…
*Luli*